En abril de 2007, cuando apenas comenzaba el segundo período presidencial de Álvaro Uribe, el departamento de Sucre sufrió un remezón alarmante dentro de la Política de Seguridad Democrática impulsada por el gobierno. Los ganaderos de amplias zonas de las sabanas venían denunciando la presencia de personas extrañas que merodeaban sus fincas y los extorsionaban.
El desempleo había aumentado de 9.1 en el 2001 a 12.6 por ciento, con más de 44 mil desocupados. Las bandas criminales y la delincuencia común volvían a ser una amenaza para la recién controlada seguridad de la zona, que había vivido momentos de oscuridad en años anteriores.
Las calles rápidas de Sincelejo, atosigadas por un flujo de motos avasallante, como si las corralejas de enero se hubiesen salido de madre, pronto se vieron invadidas por jergas extrañas y variados apodos, como ‘el Gringo’, ‘el Chino’, ‘Joselito Carnaval’, ‘el Pichón’, ‘el Mello’ o ‘el Dientón’. Gente de cruces, vacas, vueltas y el afán por matar se volvieron tan comunes como bailar un porro. Ese era el ambiente de desorden y confusión que se sentía previo a la proliferación de “falsos positivos”, que actuaban silenciosos y que en un año y tres meses cobraron la vida de centenares de jóvenes anónimos, a quienes cazaban como a animales, y que los uniformados involucrados negociaban a cambio de ascensos en el escalafón militar, descansos remunerados y pequeños o grandes privilegios para mejorar las condiciones de vida en los cuarteles. El asunto estaba lejos de alcanzar los titulares de la prensa nacional o las investigaciones judiciales, pero la realidad de los asesinatos extrajudiciales era inocultable. La presión de los resultados, entendidos en el argot militar como bajas, mandaba.
El entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, visitó Corozal en abril de ese año para reunirse con las autoridades civiles y los altos mandos militares en un Consejo de Seguridad extraordinario. El Coronel Luis Fernando Borja Aristizábal, comandante de las Fuerzas de Tarea Conjunta de Sucre, estaba entre ellos. Santos se refirió a él y le advirtió personalmente de que debía conseguir resultados cuantitativos y medibles, o de lo contrario perdería el puesto. Borja, nacido el 3 de febrero de 1965 en Cartago, Valle, divorciado y padre de dos niños, de 1.67 centímetros de estatura, escaso pelo lacio, cejas oblicuas, ojos negros, orejas grandes y mentón redondo, confiesa en su ampliación de indagatoria ante la Fiscalía que sintió tanto miedo cuando recibió la advertencia ministerial y el riesgo de perder su cargo, que prefirió callar lo que ya sabía que estaba ocurriendo: los asesinatos extrajudiciales, conocidos luego como “falsos positivos”.
El coronel Borja paga una condena de 40 años. Confesó haber participado en 57 casos de “falsos positivos”.
–Me sentí amenazado –dijo.
Se había encargado de la Fuerza de Tarea Conjunta de Sucre días antes, el 30 de marzo. Llegó en remplazo del coronel Macías, quien entregaba la unidad con los peores indicadores de operatividad. Esta fuerza se había creado como una unidad para combatir la guerrilla, las bandas criminales y la delincuencia en quince municipios de Sucre y el Sur de Bolívar, dentro de la estrategia de la Seguridad Democrática del gobierno Uribe. Por tratarse de una fuerza temporal, no contaba con presupuesto propio, hecho que los obligó a utilizar el presupuesto destinado para las recompensas que se les reconocían a los delatores para financiar las actividades ordinarias. Estaba conformada por 1.200 hombres de la Armada y el Ejército Nacional. Operaban por escuadras de diez soldados y un comandante. Para movilizarse contaban con un Toyota plateado y uno rojo, dos camionetas LUV, un vehículo NPR y cuatro motocicletas, piezas claves en los expedientes del Juzgado Único Especializado de Sincelejo, donde un voluminoso mamotreto de papeles patentiza 57 operaciones extrajudiciales realizadas entre febrero 2007 y junio de 2008 al mando del coronel Borja.
La cadena criminal que en un año y tres meses operó como un reloj puso sobre el tapete una jerga criminal nunca antes vista en Sucre, con alias y frases tan contundentes como “Vámonos de aquí, que el parche se está calentando”. Quienes mataban o contrataban para matar, sabían que la suerte se les podía devolver en cualquier momento. El ambiente era veloz, irascible, de cantinas, de cruces y de afanes. Operaba como una magia embrujada, donde la vida se tazaba hasta en 60 mil pesos. Los soldados que participaban en la empresa criminal tenían libertad de horario y movilización, iban de civiles, armados y en motos. El mundo era de ellos, con todos sus arrestos. Igual andaban los reclutadores, civiles eléctricos como moscas que vendían a las víctimas como pan caliente y escuchaban llamadas de auxilios desesperadas como:
–¡Pilas, que necesito un muchacho urgentemente!
Borja, quien hacia las exigencias como un vampiro que necesita sangre, sólo cursó hasta sexto semestre de administración de empresas. Durante su carrera militar, iniciada en el Batallón Rafael Reyes en 1986, había recorrido todo el país, antes de arribar a Montería en diciembre de 2006, donde empezó a cambiar su vida. Como si la tierra brisa del Sinú lo hubiera apretado por dentro. Córdoba, al igual que Sucre, rebullía entre la alegría del porro y las hostilidades por la disputa de una tierra arisca y bella, llena de riquezas, disputada a sangre y fuego, donde la muerte rondaba, y los paramilitares, confundidos con buena parte de la política local, mandaban sin pudor, limitaciones sociales ni de autoridad alguna.
Borja apenas llevaba unos días en la comandancia de la Brigada XI de Montería cuando fue enviado al mando del Batallón Rifles, en Caucasia, Antioquia, en los límites con Córdoba, en febrero del 2006. En Puerto Libertador las tropas reportaron lo que pudiesen ser los primeros “falsos positivos”. Los soldados habían disparado con armas cortas contra dos personas, lo que según Borja era un acto ilegal que reconoció en su declaración judicial como acciones criminales extrajudiciales.
De manera repentina, fue trasladado el 1 de marzo a Sucre. Un mes después de su llegada se enfrentó a un nombre sonoro y emparentado con el del folclor vallenato, Escalona. Por eso y por otras cosas, quedaría siempre impregnado en su mente. Se trataba del coronel Javier Céspedes Escalona, quien comandaba un grupo del Ejército, en la Fuerza de Tarea Conjunta de Sucre. Sus resultados eran excelentes. Borja llevaba sólo dos días allí cuando quedó impresionado al ver a las tropas al mando de Céspedes, enaltecidas por el reporte de la prensa local y la recompensa de descansos remunerados. Advirtió entonces que con las muertes de inocentes ganaban aplausos, ascensos, reconocimiento y estabilidad en las tropas.
En las áreas rurales de todo Colombia se dieron asesinatos extrajudiciales por algunos miembros de las fuerzas militares.
En la medida que avanzaban los resultados, la empresa criminal operaba como un sedante, y a veces como un juego.
Borja reemplazó a Javier Céspedes Escalona cuando éste tomó vacaciones, y luego de manera permanente. Pudo percatarse de cómo funcionaba la empresa criminal que producía los supuestos éxitos militares. En vez de denunciar decidió callar y se fue hundiendo en ese espiral de sangre caliente. La cadena de la muerte era casi perfecta. Julio Chávez, un civil que en Sincelejo llamaban ‘la Mosca’ cazaba sus víctimas, el soldado Iván Darío Contreras las transportaba y entregaba al cabo Gamboa, quien las daba de baja. Operaban como un clúster empresarial de alianzas estratégicas.
Las víctimas, la mayoría reinsertados, jóvenes desempleados o delincuentes de poca monta, siempre viajaban conscientes de que iban a delinquir y que algo les podía pasar. A veces viajaban tres en una moto a través de caminos escabrosos. Si la escena variaba en algo, no importaba, el coronel Borja era capaz de inventarse un libreto de cine. Decidía quién había disparado primero, cuántos tiros se habían escuchado, la posición de los cadáveres, la hora, el clima y la distancia del objetivo. Lo del juez era lo de menos, por lo regular las declaraciones se hacían en las instalaciones de la Fuerza de Tarea Conjunta. Todo lo manejaban en familia. Quien recibía las declaraciones no sospechaba que el libreto era planeado, con diálogos, colores y olores preparados, como un mote de queso en la Cuaresma.
Las escenas son patéticas. Los nombres no importan. A cualquier muchacho pobre podía pasarle. Por lo regular la cita se daba en una tienda o en una cantina de pobres, en medio de una canción de moda a todo timbal y varias cervezas heladas servidas sobre la mesa. Previamente los ganaderos habían informado de la presencia de personas extrañas en cercanías de su finca. Podía ser Baraya, tierra transitada por los comentarios radiales de Juan Severiche Vergara, el hombre del ‘Troyano de la Sabana’ y ‘Sorayita Villamil’, o en las tierras de los algodonares de San Pedro. Con la información del ganadero, se montaba el libreto y con urgencia se contrataban uno o dos muchachos para brindarle protección a éste contra las bandas emergentes. Era una oferta laboral tentadora para cualquiera de los cinco mil desmovilizados inconformes de las AUC.
Entonces entraban en escena Juan Carlos Santos Vergara o Fabio Alberto Sandoval Feria, dos de las víctimas reales. Uno de ellos se había despedido para siempre de su madre a las 2 de la tarde a inicios de noviembre de 2007, en un barrio pobre de Sincelejo. Su madre desconfió cuando el muchacho tomó la cedula de ciudadanía de ella y salió sin mayores explicaciones. La señora se lamentó, pues pensó que su hijo iba a empeñar el documento. Cuando salió a reclamarle, sólo vio el visaje del humo del mototaxista en que iba. Se lo tragó la esquina para siempre.
A las 5 de la tarde una motocicleta irrumpe en un paraje agreste de Galeras, donde la tierra parece vomitar sangre y aún se escuchan los acordes de la gaita de Nacho Luna atravesando el Pelinkú, un inmenso árbol convertido en notas musicales. El cuadro vivo es inigualable. El arte efímero de Ciro Iriarte le queda pequeño a la macabra escena que va a suceder. El soldado Iván Contreras maneja la moto, la victima va en el centro, y atrás, casi encaramado en la parrilla, aprieta el cabo Gamboa. El nombre del muchacho, Juan Carlos Santos, no les importa a sus verdugos. Sólo saben que va rumbo al cadalso. En las declaraciones su nombre les dice poco. Se cuenta que va en abarcas y mal trajeado. Lleva un arma que le acaban de entregar. Se pone nervioso en el momento en que la moto irrumpe en un camino menos ancho y se enrumba a la finca señalada. La moto se pega en el barro colorado. Allí se pone más nervioso. En la entrada de la finca hay tres soldados imberbes que ya saben lo que pasará. El muchacho no sabe si correr o disparar. Ve escenas de película. Avivado por sus compinches, dispara al aire. Los soldados se tiran al piso y lanzan ráfagas que hieren la tarde. El cabo Gamboa desenfunda su arma y le da dos tiros al muchacho. La escena ha salido perfecta.
La protesta ciudadana contra los “falsos positivos” y las denuncias judiciales por estos hechos atroces han trascendido las fronteras nacionales.
Después empiezan a acotejar las versiones. Algunas no cuadran. El joven aparece dos meses después en una fosa común con botas pantaneras. No se han puesto de acuerdo. Es lo único discorde en el libreto. Es un paramilitar emergente que intentó atacar la tropa, precisamente en inmediaciones de la finca que habían reseñado diez días antes como amenazada por extraños.
En la noche, en un hogar del barrio Bolívar de Sincelejo, meses después, mientras María atraviesa el patio para recoger ropa lavada, le llega la noticia que ya andaba en los billares de la esquina. Su hijo acaba de ser reportado como dado de baja por las tropas cuando trataba de asaltar una finca en Galeras.
Hoy, en el Juzgado Especializado de Sincelejo, en el sexto piso del Palacio de Justicia, el mamotreto de hojas que registran las declaraciones del coronel Borja es una película llena de alias, de jergas y de escenas macabras. Las sentencias se van juntando en un documento público desgarrador. A sabiendas de que el coronel Borja se acogió a la medida de sentencia anticipaba, el periodista tiene la sensación de que algunas declaraciones parecen mecánicas y les faltan más datos.
El expediente reza:
“Luis Fernando Borja Aristizábal, condenado por concierto para delinquir agravado, desaparición forzada agravada y homicidio en persona protegida, hechos ocurridos el primero de noviembre de 2007, 11:30 PM, dehesa El Pantano, Galeras.
Víctimas, Fabio Alberto Sandoval Feria y Eleonis Manuel González Correa.
Accionantes y cómplices del crimen, Julio Chaves Corrales y José Dionisio Ramos Castillo.
Condena de Borja, 21 años y tres meses”.
Este es apenas uno de los 57 casos en los que el coronel Borja asegura haber participado, preso del miedo por la urgencia de producir resultados que incitaron a cientos de asesinatos extrajudiciales: los denominados “falsos positivos”, la cadena macabra de la muerte que el país aún está lejos de conocer.
Fuente: Agencia Bolivariana de Prensa
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